viernes, 6 de diciembre de 2013

Capítulos 10, 11, 12

                                                  Capítulo 10: Mercurita la traviesa




Mercurita planeando una travesura


De todo lo sucedido, informó Mercurita en sus cartas a Florenia. Esta decía haberse reído mucho cuando le contaba alguna travesura. Le dijo que en su escuela, no los castigaban los sábados por la mañana, sino los vienes por la tarde, pero a hacer tarea, no a hacer trabajos en la escuela. Le informó que estaba haciendo prácticas en un pueblo y le preguntó si se le ocurría alguna cosita o truco mágico para las cercanas fiestas que se iban a celebrar en el lugar donde estaba.
La pequeña hada se puso a pensar ¿Y si hiciera para Florenia unos petardos con algún toque personal? De camino, podría venderlos ella en las fiestas de fin de curso, que coincidían con las del verano.
Mercurita usaba el desván del colegio para sus experimentos. Estaba lleno de trastos de todo tipo y de viejas glorias polvorientas que en su momento llamaron la atención en la escuela. Dicho desván tenía puesto un viejo candado. Pero alguna niña mañosa o tal vez el deterioro por los elementos de la naturaleza, lo convirtieron en un feo objeto de adorno, que ya no cumple con sus funciones de cerrar la puerta. Las alumnas que lo saben, entran para curiosear o jugar al escondite. Para Mercurita es su laboratorio particular.
Llega la hora del recreo y se dirige a los lavabos. Por el camino ve a Herdo, sentado en el suelo, comiéndose un bocadillo. En el interior de los servicios está su sucia escoba. Ahí la ha dejado, tal vez olvidada, o para continuar la limpieza más tarde.
A Mercurita se le ocurre una travesura. Acaba de ver en una papelera, una cartulina de colores. La coge, hace con ella un cucurucho y se lo pone en la cabeza. Luego, se monta en la escoba y con sus poderes mágicos la hace volar.
La hadita vuela por encima del patio, provocando las risas de las niñas que la ven.
—¡Eh, mirad. Me he vuelto una brujita! Dijo la traviesa hada en tono burlón.
A las alumnas mayores también les hace gracia. Algunas, le lanzan pequeños objetos, que Mercurita esquiva graciosamente.
Entonces, oye unos gritos. Al mirar hacia abajo, descubre que a Herdo no le ha gustado su broma y exige que le devuelva la escoba, inmediatamente.
No queriendo prolongar más tiempo la travesura, el hada aterriza. Pero por desgracia, lo hace con cierta brusquedad, y la vieja escoba se rompe. Herdo se pone a gritar como un energúmeno. Luego coge el palo roto y se pone a perseguir al hada. Las alumnas mayores no se pueden creer que tenga intención de agredir a Mercurita. Esta, por si acaso, corre con toda la fuerza que le dan sus pies.


Herdo quiere agredir a la traviesa hada


Las alumnas no están de acuerdo con la actitud del portero, y lo abuchean. Algunas, le lanzan objetos. Este, ya en silencio, sigue persiguiendo al hada. Titania va detrás para separarlos. Pero es Fando, el que les da el encuentro, y con muy mala cara le hace frente. Herdo se detiene.
El administrador le habla con severidad.
—Deje usted de perseguir a ésta niña, y tire el palo, o se las tendrá que ver conmigo.
—Pero ¿No la ha visto? Me ha roto la escoba.
—De esa escoba quería yo hablarle, hace tiempo. Está muy vieja y sucia. Además, olía mal. Al rompérsela le ha hecho un favor. Mañana, vaya a mi despacho, y le entregaré el dinero para que se compre otra.


Fando contiene al portero, y castiga a la hadita


Luego, dirigiéndose a Mercurita, le dice:
—Ve a bañarte, ahora mismo. Esa escoba estaba muy sucia, y puedes coger una enfermedad. Este sábado te quedas castigada por hacer travesuras. Te vas a llevar toda la mañana sacándole brillo a las baldosas de la vieja biblioteca, que están muy sucias.
Mercurita, avergonzada, le da las gracias por su intervención. Siguiendo con su idea, continúa experimentando en el desván. Tras varios intentos, combinando y desechando cosas, parece que por fin ha encontrado lo que buscaba. El problema es, ponerlo en práctica. O sea, explotar los petardos para ver si han salido como quería. Los ha bautizado con el nombre de “kanguritos”, ya que en teoría, deberían explotar, luego botar y explotar, otra vez. También debería verse un impresionante fogonazo blanco. Se le ocurre que el sábado por la tarde, tras cumplir el castigo, podría ser el momento ideal para probarlos. Apenas hay gente en la escuela, por lo que piensa, que no causarán muchas molestias.
Desde una ventana de las habitaciones, lanza el primer kangurito. La reacción es la esperada. Ha botado y explotado dos veces, con fuerte explosión y destello blanco.
Luego, lanza un segundo, pero con más fuerza. Este no llega a botar, pero la explosión es más ruidosa, y el destello, más impresionante.
“¡Funciona!” Piensa, llena de entusiasmo. De inmediato, lanza otro, al que le siguen varios más.
Lo que ella no sabe, es que la escuela no está tan vacía como piensa. Fando se vio obligado a aplazar hasta ese momento, un examen de matemáticas que tenía con las alumnas mayores. Al escuchar las explosiones en medio de la prueba, le entra un fuerte berrinche, y dice en voz alta:
—¡Otra vez, esa inquieta niña del demonio! ¿Es que siempre está haciendo travesuras?
La experiencia le dice que ha sido Mercurita, ya que el “bombardeo” procede de la parte donde están las alumnas menores, y en ese lugar, solo ella es capaz de una cosa así.
Las explosiones continúan sin que nadie las pare. Eso, enfurece también a las alumnas, que no se pueden concentrar. Fando decide enviar a la delegada, para que vaya a la biblioteca, y Mildred ocupe su lugar. El se encargará de encontrar el origen del molesto ruido.


Fando, irritado, presencia la explosión de un kangurito


Afortunadamente, no tiene que buscar mucho. El destello de una explosión, le hace saber que está en buen camino; así que, grita, en voz alta:
—¡Mercurita! ¡Ven aquí, inmediatamente!
Cuando baja, Fando tiene tan mala cara, que piensa que la va a agredir. Por fortuna, no lo hace, pero le pide una explicación por su travesura. Ella se defiende, diciendo que no sabía nada del examen de las mayores; y que pensaba que al ser sábado por la tarde, no habría ningún problema en probar su interesante experimento.
Añade, que antes de lanzarlos, estuvo muy pendiente de que no pasara nadie. Pero sus argumentos no lo convencen.
—¡En ésta escuela no se tiran petardos, tanto si hay clases, como si no! Ahora, ven conmigo.
Ambos van al aula donde se están examinando las alumnas de séptimo curso. Al ver entrar a Mercurita, interrumpen el examen, y se echan a reír.
—¡Eh, una alumna nueva! Dice Toria, en tono burlón.
—¡Ja, ja, ja! Te pilló ¿Eh? Dijo una compañera.
—¡Silencio! Vosotras, a lo vuestro. Dice Fando.
Tras agradecer a Mildred su ayuda, esta regresa a la biblioteca, mirando con ternura a la pequeña hada. El profesor le da una hoja, llena de ejercicios.
—Aquí, tienes tu “examen”. No te irás de ésta clase, hasta que lo termines.
Para asombro de los presentes, Mercurita acaba en seguida, se levanta, entrega la hoja y abre la puerta para salir.
—¡Eh! ¡Vuelve aquí!
—Pero si ya he terminado. Míralos. Están bien ¿Verdad?
Fando le pide que se siente de nuevo y le entrega otro papel, también con ejercicios. Pero más difíciles de resolver que los anteriores.
—Creo que estos, son más adecuados para tu ingenio. Toma. Míralos, revísalos y caliéntate la cabeza. No me digas que no sabes hacerlos, hasta que sean las siete de la tarde.
—Eso, no me parece justo. Pensé, que cuando terminara el anterior, me podría marchar.
—Tú, lo que quieres, es irte a otro sitio, a seguir lanzando tus kanguritos. Así que, por el bien de todos, hoy no saldrás a la calle, y mañana, tampoco.
Fando cree que Mercurita tiene intención de lanzarle los petardos al recaudador pero se equivoca. De todos modos, si lo hiciera, todo quedaría en un susto ya que no hacen daño, excepto por el fuerte sonido y si le diera a alguien en la cara o en los ojos.
El lunes, la directora es informada de los sucesos del sábado y se plantea expulsarla. Pero Fando es mejor persona de lo que parece, e intercede por ella. Dice que aunque de vez en cuando comete travesuras, es una alumna muy inteligente y con un prometedor futuro como hada. También tiene un gran sentido del compañerismo y defiende a sus compañeras cuando están en aprietos. Además, propone que la nombren delegada de la clase, para que sea más responsable. A Fando no le gusta la actitud de la envidiosa “Senya Payko”, que con frecuencia está pendiente de los errores de los demás para chivarse. Prefiere una delegada servicial y autoritaria pero más discreta, como Titania. Cree que Mercurita lo haría bien. La directora medita la propuesta de Fando, durante unos segundos.
—Me fiaré de su consejo y no la expulsaré. Pero eso de nombrarla delegada…por favor, Fando, no me haga reír. Una delegada debe dar ejemplo. Su comportamiento travieso no es precisamente un modelo a seguir.
—Como usted diga, Casia. Pero creo que cuando a los alumnos conflictivos se les ofrece una responsabilidad de ese tipo, acaban portándose bien, y dando ejemplo.
—Sí, lo sé. Pero ella es distinta. Tiene un carácter demasiado rebelde, como para merecer ese cargo.
—Ella me preguntó, si podía seguir fabricando sus petarditos, para venderlos y usarlos durante las fiestas.
—Dígale que sí, pero solo, durante esos días y con prudencia, en la ciudad. En la escuela, no. De todas formas, no se olvide de informar del incidente a su tutora.


Fando convence a la directora para que no expulse a Mercurita


Pero “Vasilita”, el hada responsable de la clase de Mercurita, apenas hizo otra cosa que sonreír, maternalmente, cuando Fando le contó la travesura de su alumna. Casia le llamó la atención en cuanto lo supo.
—Desconozco si entendió bien a Fando, cuando este le contó la travesura que hizo Mercurita.
—Desde luego. Fabricó un petardo y lo hizo estallar ¡Qué cosas tiene esa niña!
La directora se puso algo seria al escuchar esa respuesta.
—Disculpe, no fue uno, sino varios petardos.
—¿Qué más da? Son cosas de niños. Siempre están inventado trastos para llamar la atención.
Esa respuesta desagradó, aún más, a la directora. A Casia siempre le llamó la atención que la profesora no solicitara nunca que las alumnas traviesas de su clase fueran castigadas los sábados. Era demasiado blanda.
—Vasilita, no comparto su opinión acerca de las travesuras infantiles. Vayamos a mi despacho, que tenemos que hablar sobre eso.
—Directora, si lo que pretende es que castigue a las alumnas traviesas, le digo, que se equivoca. Solo son niñas, y hay que dejarlas vivir y divertirse. De hecho, no apruebo que los alumnos castigados tengan que quedarse ayudando los sábados. Con una regañina, es suficiente.
Casia la directora, suspiró.
—Lamento mucho tener que oír eso. Va a tener que cambiar de actitud, Vasilita.

 Capítulo 11: Meditando en la Naturaleza



Mercurita medita en los bosques cercanos a la escuela


Falta poco más de un mes para que terminen el curso las hadas de tercero. Su tutora, el hada Vasilita, las ha llevado al campo para que mediten. No deja de sorprender a Mercurita, la modestia de su profesora. Esta ha soportado con gran entereza, y casi sin inmutarse, las numerosas quejas que le han dado de ella, y de otras alumnas. La propia directora, Casia, se sorprendió al saber que ésta aceptaba las malas noticias, así, sin más; sin castigar o reprochar con energía el mal comportamiento de las niñas traviesas.
Cuando recibía una mala noticia, simplemente se acercaba a la autora y con tono tranquilo le decía algo así como:
“Mercurita, me han dicho que el sábado, te pusiste a lanzar petardos. Espero que no lo vuelvas a hacer”.
Una vez dicho eso, daba la vuelta y seguía con lo suyo.
El siguiente curso no estará con ellas. Es demasiado buena persona. Tanto, que al ver que sus métodos no gustaban, prefirió irse; antes de que las quejas aumentaran o la echasen.
En el curso anterior la tuvieron también. Su diplomacia es válida para las pequeñas alumnas. Pero los niños crecen y espabilan. Por lo tanto, la dulce enseñanza de 2º curso, resulta obsoleta en el presente. La directora le recuerda amistosamente aquel dicho: “Renovarse o morir”. Vasilita es joven. No parece tener más de veinticinco años y no piensa renunciar a la vida.
Ahora, sentadas en la hierba, sus alumnas contemplan el paisaje y meditan en silencio. Los rumores vuelan como el viento. Todas saben ya que la paciente Vasilita las dejará, obligada por los hechos. Su sustituta tiene nombre. Es una tal “Jantia Berek” o algo así. Es nueva y nadie sabe cómo las tratará. Es su primer año como profesora. O eso se rumorea.
Para Mercurita y las que son tan traviesas como ella, la partida de su profesora, es nada menos que un desastre de primera magnitud. Temen que su sustituta no sea tan paciente.
Se pregunta cómo pueden ser ignoradas sus grandes facultades. Vasilita es una gran hada. Al parecer, ha conseguido viajar a extraños sitios. Uno de los cuales, se llama “Planeta Tierra”.
—Sí, mis queridas alumnas. Existen otros lugares, otros sitios, otros mundos. Pero no nos dejan acceder a ellos en total libertad. Temen, que si los visitáramos mucho tiempo, no querríamos vivir aquí. Decía la profesora, en voz baja, y con tono de intriga.
Mercurita escucha fascinada sus historias. Su tutora les enseña libros y juguetes de vivos colores que no se fabrican en Lamokia y tal vez, en ningún lugar de Tierra Yrena. Las niñas los tocan ilusionadas y le piden que se los regale. Pero por desgracia no puede. Está prohibido. Cosas de la reina Denka III de Lamokia que también es un hada…o eso se dice, ya que sus extrañas decisiones parecen contradecir por completo tal información.
También se rumorea que a alguna alumna se le fue de la lengua; tal vez fue la entrometida de Senya Payko, y Casia Danieli, la directora, acabó por enterarse de las historias prohibidas que contaba. Tal vez por eso, le pidió que cambiara de actitud o se fuera.
La ventaja es que en cuarto curso van a tener varios profesores. Y si esa Jantia es tan dura como dice Fando, no la verán todos los días. Pero él, no opina igual.
“Ella os enseñará lenguaje e historia de la magia. Creo que os dará clase, durante toda la semana. Unos días de una asignatura, y otros, de la otra. Tal vez os libréis de ella, una vez a la semana, pero no más. Solo tendréis dos profesores más; una profesora de magia y otra de dibujo”.
Mercurita observa con atención a sus pequeñas compañeras. Hay tres que no meditan en absoluto y están pintando en la arena. Pero la todavía tutora no se enfada por eso. La única vez que perdió los nervios, fue cuando una de las alumnas quiso quedarse con uno de los muñecos que enseñó a la clase. Vasilita se vio obligada a quitárselo de las manos, ya que la mal educada niña no se lo quería devolver y rompió a llorar.
La hadita se pregunta si sus compañeras tienen en cuenta a la profesora en sus meditaciones. Es tan buena, tan tranquila, que parece un bonito cuadro al que de ver todos los días, nadie mira, pero cuando desaparece, su dueño rompe a llorar desesperado.
Pasando a otra cosa, la hadita piensa en su futuro. Quiere hacer el bien a los demás pero sobre todo en la tierra que la vio nacer, “Neuria”.
Por culpa de los loitinos hay muchos pueblos abandonados. Si pudiera recuperar alguna de esas aldeas perdidas, meter en ella a los refugiados y hacer una ciudad nueva, le encantaría. Lo malo es que esos bárbaros lo destrozan todo. Ella está dispuesta a negociar con los jefes de esos salvajes para que los dejen en paz. No descarta usar la varita y soltarles alguna que otra descarga eléctrica, a los que osen atacarles. Defenderá su tierra con uñas y dientes. Que se olviden de ella en Lamokia cuando termine los estudios. Algunas compañeras le preguntan si no tiene curiosidad por conocer a su padre. Pero ella responde con enojo, que no tiene sentido. La relación entre él y su madre fue forzada, duró apenas unos meses, y luego se fue. Eso, según su opinión, no es un padre sino un mal hombre.
Ella se siente neuria pero no se ofende cuando le dicen que es una loitina. Su padre lo era, así que algo habrá conservado de él. Su inquieto carácter parece confirmar su origen. De su abuela guarda un mal recuerdo y le desea el peor de los castigos, pero se arrepiente de haberle lanzado esa brusca lluvia de monedas la última vez que la vio. Simplemente, perdió los nervios ¿Y su madre? Cuando enfermó, creyó que se moría. Pero cuando se curó, lo primero que hizo fue ir a casa de su abuela, arrodillarse y pedirle perdón por abandonarla. Son increíbles las tonterías que se hacen, cuando estás a punto de morir pero al final te salvas. Ella la perdonó, pero lo dijo despacio, con claridad y en singular: “¡Te perdono, mi querida Línan, te perdono. Puedes quedarte a vivir en mi casa!”. O dicho de otra manera: “Tu hija que se busque otro sitio o se vaya adonde sea ¡Ah, espera, que es un hada y al ser una niña prodigio, me la voy a quitar de encima, gratis! ¡Pues ya está todo dicho! ¡Yo no creo en las hadas pero si la reina de Lamokia, sí, peor para ella!”
La atontada de Línan es mandada a callar bruscamente por su madre cuando protesta. Tampoco se priva de gritarle o de humillarla, cada vez que puede. Es evidente que aunque la ha perdonado, no lo ha hecho con sinceridad.
Línan perdió a su padre en un accidentado viaje por mar, y a su hermano, en la guerra. Atrás quedó ese sentimiento de rebelión que la hizo abandonar a Amara. La nostalgia y las desgracias le pasaron factura.
En vez de rebelarse de nuevo y regresar a la casa de campo con ella, decide aceptar las duras condiciones de su humillante madre. Mercurita hace caso omiso a las cartas que recibe de ésta. Línan vuelve a la carga una y otra vez, repitiendo que vaya a verla, y que su abuela ha cambiado. También le da las gracias por el dinero, pese a la brusquedad con que lo entregó.
Pero ¿Por quién la ha tomado? Su abuela es una déspota señora que recuerda cada una de las disputas que alguna vez haya tenido, y si le fuera posible devolver el golpe, no se lo pensará dos veces. No tiene intención de volver a verlas, aunque sabe que se arrepentirá. De momento, su decisión es firme. Tal vez el año que viene, lo piense mejor. No deja de recordar la brusca reacción de su abuela cuando fue a verla por vacaciones. No la dejó permanecer más de tres días en su casa. Cuanto más lo piensa, más convencida está de que lo hizo al ver que era un hada. En otra ocasión la hubiera dejado estar más tiempo, dándole la espalda y diciendo “indirectas” para ofenderla. Pero ver a una aborrecida nieta haciendo uso de sus poderes mágicos para impresionar a su madre, tal vez fuera demasiado terrible para la antes incrédula, Amara. Un hada no deja de ser una molestia en casa de alguien tan rencorosa como su abuela.
En cuanto a las amigas, le duran poco. Parece que la respetan demasiado. No tienen inconveniente en jugar con ella en el patio junto a varias más. Pero eso de sentarse en un rincón y conversar de sus cosas no es algo que les guste. Tal vez por eso, se siente inclinada a buscar amistad entre las mayores. Estas le parecen más sinceras que las delicadas niñitas de su clase. La tapia que las separa no ha impedido que la salte tantas veces como ha querido. Fando no tiene inconveniente en dejarla pasar, siempre y cuando, lo haga por la puerta y venga con buenas intenciones. Mercurita prefiere subirse a la valla para acceder al otro patio. Eso hace aumentar su fama de traviesa.
El administrador parece consciente de la crisis amistosa que tiene la pequeña hada. Su única amiga es la lejana Florenia. Curiosamente, al principio de conocerla, era de lo más fría e indiferente a todo. No era enérgica, y nada parecía indicar que sintiera ningún tipo de amistad por ella. Pero eso cambió cuando la ayudó a superar la prueba del vaso. Desde ese día se llevan bien. No sería mala idea visitarla cuando le den las vacaciones de verano. Ese es uno de los planes más inmediatos de Mercurita.
Una voz interrumpe sus pensamientos. Es su tutora.
—Niñas, se acabó la meditación. Espero que después de haber meditado tengáis los corazones más tranquilos. Como sabéis, el curso que viene no estaré aquí. Ojalá tengáis el mismo grato recuerdo de mí, que el que yo guardo de vosotras.
Mercurita nota cierta tristeza en su voz, por mucho que Vasilita sonría para disimular sus sentimientos. En su interior, se siente un poco ofendida. Se dice a sí misma:
“¿Olvidarte a ti? ¿Cómo puedes pensar ni siquiera en ello? Vamos, Vasilita. Seguro que estás bromeando”.


                                                          Capítulo 12: Ribera Azul



Mercurita llega a Ribera Azul. Ya es de noche

El curso llegó a su fin. Tras las festividades vinieron las vacaciones. Mercurita no estaba dispuesta a quedarse todo el verano interna, y a finales de junio quiso visitar a su amiga Florenia a la escuela de Tarat. Decidió ir volando. Aún recordaba los consejos que ésta le dio.
“Vuela alto, Mercu. La resistencia del aire será menor e irás más deprisa. Si alguna vez tropiezas con un dragón, vuela alto también. Se cansará enseguida y se verá obligado a bajar. Pero presta atención; si quieres ganar altura deberás subir y bajar alternativamente. Si subes del tirón, perderás fuerza y descenderás con brusquedad”.
Esos truquitos no se lo habían enseñado en la escuela pero confiaba que se lo enseñarían alguna vez o la decepcionarían.
Al viajar así, debía llevar puesto el uniforme de hada, ya que estaba usando la magia. Una vez revisado su equipaje agitó la varita y activó el hechizo “Volar”.
Estaba emocionada, pese a no ser su primer viaje largo. Sentía una gran curiosidad por visitar otra escuela de hadas. Eso le servía de motivación. Cada cierto tiempo, bajaba a preguntar a los asombrados viandantes si faltaba mucho para llegar a Tarat. Tras darles las gracias, les obsequiaba con algo de dinero, volvía a ganar altura y continuaba su viaje.
Pero de tanto subir y bajar, además del peso de la mochila, empezó a cansarse. Como se estaba haciendo de noche aprovechó para aterrizar suavemente en una azotea y descansar.
Al parecer, se hallaba en Trandil, a mitad de trayecto. Delante de ella podía ver el largo “Río Negro”. Si seguía en línea recta hasta tenerlo a su espalda pronto llegaría hacia su lugar de destino.
Abrió su mochila, y tras desatarla, cogió uno de los bocadillos y la cantimplora con agua. Se sentó en la manta y se puso a observar el bello paisaje que tenía ante ella.
Sentía algo de nostalgia. Quería visitar su vieja casa y también la ciudad en la que estuvo viviendo con su madre. Pero ya habría tiempo para eso. Le propondría a Florenia que la acompañara. El sol se estaba ocultando. Sus brillantes rayos se reflejaban en el oscuro río. Entonces, se envolvió en la manta, y se puso a dormir a la intemperie. No había sitio cubierto cerca ni lo necesitaba. Era verano y la noche no era fría.
Un cercano campanario la despierta, bruscamente. Son las cuatro de la madrugada, y su inesperado y lúgubre tañido la hace sobresaltarse. A su alrededor dan vueltas unos murciélagos. Al parecer, se han asustado también. Eso inquieta a la hadita, que instintivamente, se lleva las manos al cuello. Pero por suerte, no nota nada extraño. Acaba de recordar que los murciélagos no chupan la sangre a las personas, sino los vampiros. Y esos animales no habitan la región.
El sonar de las campanas no le ha sentado bien. Ahora está rodeada de oscuridad y tiene algo de miedo. Hay una débil luna en cuarto creciente. Por eso, ve poco. Abajo, en las casas, todos parecen estar durmiendo. No hay luces en las ventanas. Una lejana antorcha le hace suponer que hay un soldado de guardia en el pueblo. Se queda un buen rato observando sus movimientos. Minutos después, una segunda antorcha se acerca. Es el relevo. El soldado anterior se aleja. El recién llegado se queda. Puede parecer una tontería, pero Mercurita no tenía nada mejor que hacer a esas horas. Sin embargo, algo ha conseguido. Le está entrando sueño otra vez. No se lo piensa más, se acurruca en el rincón y vuelve a dormirse.
Pero a las seis, las campanas empiezan a sonar de nuevo. Eso la inquieta. Intrigada, vuela hacia el cercano campanario. Cuando se acerca dejan de sonar. El hada entra a su interior. Pero la puerta de acceso a las escaleras está cerrada. Se pregunta si alguien le está gastando una broma de mal gusto. Al mirar a la campana descubre que en la ranura donde debería ir atada la cuerda para moverla desde abajo no hay nada. Mercurita se asusta. La mira con detalle y la balancea. Le cuesta mucho esfuerzo moverla. Se dice que es casi imposible que la mueva el viento. Entonces ¿Quién lo hizo?


¿Quién dobla las campanas?


Por más que mira y busca, no encuentra ninguna cuerda atada a ésta. El campanario tiene un aspecto siniestro. Entonces mira en un rincón y nota la presencia de algo o de alguien. Es como una especie de pequeña niebla casi invisible. Mercurita ha oído que lo que está viendo podría ser algún espíritu. Asustada, trata de engañarse a sí misma y dice en voz alta:
—¡Bah, yo no creo en los fantasmas!
Era un intento de establecer algún tipo de comunicación con el supuesto ser del Más Allá. Aquello que está viendo, tal vez sea una simple corriente de aire. De todas formas, decide cambiar de estrategia y ser más amable.
—Hola. Me llamo Mercurita y soy un hada. Fíjate, ambos somos seres mágicos. Colegas, diría yo.
Pero no obtiene ningún tipo de respuesta. Se le ocurre, que tal vez, enfadándose, consiga algo más concreto.
—¿Sabes? Eres un maleducado. Me despertaste dos veces. Estaba terriblemente agotada y necesitaba descansar. Dime ¿Por qué te pusiste a tocar la campana?
Nuevamente, silencio. Aunque finge estar muy enfadada, en realidad está muerta de miedo. Decide irse de allí. Ya es de día, pero la luz del sol es muy pobre. Recoge la manta y vuelve a atar la mochila.
Se traslada volando a una casa cercana desde la que se ve mejor el campanario. Lo malo, es que tiene el tejado roto, por lo que decide buscar otra con mejor aspecto. Pero no tiene suerte en su búsqueda. Cuanto más cerca están del campanario, más deteriorados se encuentran los edificios.
“Hay varias que están abandonadas. Si llego a saberlo, me habría metido en alguna de ellas, en vez de quedarme en la azotea. Pero lo malo es que tal vez haya ratas y me habrían dado alguna sorpresa”. Piensa Mercurita.
Hay varias cosas que la inquietan. Está saliendo el sol y no escucha a los ruidosos gallos cantar. Ahora que lo piensa, tampoco escuchó a los grillos ni a ningún animal nocturno. Tan solo vio volar a unos despistados murciélagos, que se fueron de allí, enseguida. Entonces, decide descender y explorar el pueblo en primera persona, en vez de hacerlo desde el aire.
El espectáculo es desagradable para sus ojos. Todas las casas que ve parecen deshabitadas o abandonadas. Ni siquiera se cruza con el típico gato molesto que gira las esquinas sin mirar. Tampoco escucha el ladrido de los cotillas perros, que en cuanto detectan la presencia de un extraño, se ponen a armar jaleo.
Es un pueblo abandonado. Pero entonces ¿Qué eran esas luces que vio? Se acerca al lugar donde creyó haberlas visto, pero no encuentra nada. Entonces, se encuentra a un extraño y silencioso monje, encapuchado, salir de una esquina con un cirio encendido en la mano. Tiene el rostro muy pálido. Se le acerca y le pregunta:
—Buenos días, señor ¿Sabe? Ya estaba empezando a creer que no había nadie. Dígame, por favor ¿Dónde puedo comprar un poco de pan?
Sin inmutarse, señala hacia un lugar, y continúa su silenciosa marcha, dejándola muy extrañada por lo sucedido.
“Qué hombre tan antipático”. Se dice a sí misma.
Entonces, ve a otro monje, cruzarse en su trayectoria, y seguir por su camino. Parece que eso fue lo que vio anoche. No eran soldados sino monjes. A continuación, levanta el vuelo y observa el lugar donde el callado personaje le señaló. Es la salida del pueblo. Diríase, que le está pidiendo que se vaya. La pequeña hada dirige la atención de nuevo hacia el siniestro campanario. Le parece haber visto la figura de un monje junto a la campana. Vuela hacia allí pero si su vista no la engaña, desaparece. De todas maneras, se acerca.


A Mercurita le parece haber visto a alguien dentro del campanario


No hay nadie. Al darse la vuelta, la campana se mueve sola y con violencia. Parece estar reprochándole que no se haya ido aún.
Mercurita vuela a toda prisa. Aún tiene tiempo de ver a varios monjes caminando alrededor de las esquinas de algunas casas. Todos llevan un cirio en la mano. Las campanas no cesan de tocar, hasta que sale del pueblo.
El sendero es un incómodo pedregal pero tras la experiencia, Mercurita prefiere caminar a volar. Quiere estar más atenta, para no meterse en otro pueblo parecido. Tras veinte minutos andando, ve a una mujer que lleva un cántaro en la mano.
—Buenos días, señora ¿Me puede decir donde hay una panadería? Y por curiosidad ¿Ese pueblo que hay atrás, es Trandil?
La buena mujer pone cara de espanto al escucharla.
—No, hija. Trandil es aquí. El que está más atrás, es un pueblo abandonado, llamado “Ribera Azul” en el que ocurrieron unos horribles sucesos. Vienes de allí ¿Verdad?
—Así es ¿Por qué lo dice?
—Cada vez que algún viajero despistado entra en ese lugar, suenan las campanas. Se dice que los espíritus de los monjes vagan por las calles del pueblo. La meditación y la soledad trastornaron a una parte de ellos, que tras dar muerte a sus compañeros, se adueñaron del pueblo. A sus habitantes los trataron de forma horrible, matando por envidia a los más ricos. Tres meses más tarde vinieron los soldados y pusieron orden. No hubo piedad para los asesinos, que fueron quemados en el mismo pueblo, pese a sus súplicas de perdón. Sus pobladores lo abandonaron. Habían soportado mucho horror y no querían seguir viviendo allí. Desde entonces, dicen que se ve por las noches, a los monjes dar vueltas por las casas de las personas que fueron asesinadas.
—Gracias, señora. Pero ¿Dónde puedo comprar pan?
La mujer se fue, asustada, como si Mercurita tuviera alguna extraña enfermedad. Afortunadamente, vio a unas niñas jugando. A ellas les preguntó por la panadería pero por prudencia no les contó que había pasado la noche en el maldito pueblo.
Compró un par de barras de pan, queso y dulces. Al pagar se sorprendió del poco dinero que le costó todo.
Al salir del establecimiento observó que los vecinos la miraban con curiosidad. Era un pueblo pequeño y los habitantes se conocían. O quizás, la mujer del cántaro les había dicho de donde venía. Entonces se acordó de que llevaba puesto el celeste uniforme de verano de la escuela excepto las decorativas alitas de libélula de la espalda que guardaba en la mochila para que no se deteriorasen.
No sabía cómo interpretar esas miradas. Le entraban ganas de decirle a la gente:
“Hola, soy un hada ¿Puedo hacer algo por vosotros?”
Pero teniendo en cuenta la proximidad de un pueblo que estaba encantado y la superstición de los habitantes del lugar; esa forma de presentarse, tal vez fuera una invitación a que la apedrearan. Prefirió no decir nada y los ignoró. De vez en cuando miraba hacia atrás, por si acaso.



No hay comentarios:

Publicar un comentario